jueves, 11 de noviembre de 2010

Mar

El mar. La mar. Un nombre que es masculino y también femenino. Quizás porque es un concepto demasiado grande para ser encorsetado por un único género.

Me pregunto que fué lo que sintió el primer ser humano que se encontró con esa masa inmensa de agua. Supongo que depende de si lo vió en calma, como un espejo, o en medio de una tormenta con las olas rompiendo en la costa. En ambos casos supongo que se quedaría maravillado al verlo.


Cuando miro la mar algo dentro de mi se mueve. No puedo explicarles cuales son mis sentimientos puesto que no los llego a entender ni yo, pero me gustaría pensar que parte de las reacciones que tuvo ese primer humano son las mismas que tengo yo cuando lo contemplo. Me gustaría pensar que son sensaciones que van más allá de todo tiempo y espacio y que compartimos todos cuando comprendemos lo insignificantes que somos frente a algo así.

La mar en calma nos transmite quietud, el rumor que nos llega de las olas nos calma y mientras nos perdemos en su imensidad llegamos a creer que podemos dominarlo. Pero entonces vemos esos temporales (como el que está teniendo lugar estos días) en los que la mar nos muestra su auténtica fuerza y entendemos que no la podemos domar. Toda esa violencia, la rabia con la que se agita el mar, la energía que descargan las olas al romper, nos devuelven a nuestro lugar. Todas esas cosas que tenemos en la cabeza, que nos preocupan, no significan nada frente al mar embravecido. Quizás sea esa la auténtica razón de que la mar deje absortos a tantos de nosotros: al igual que la muerte o el universo nos recuerda lo pequeños que somos y le da una nueva perspectiva a nuestras preocupaciones.


 

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